Mateo 6:1-6, 16-18
“El cambio comienza cuando aceptamos nuestro error”, “El primer paso para la transformación es el arrepentimiento”, “Un buen diagnóstico lleva a una buena intervención”, ¿Cuántos han escuchado alguna vez estas declaraciones? No hay duda de que la verdadera transformación en el ser humano comienza con reconocer nuestros errores. En el caso del cristianismo, la Biblia afirma que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna.” La fe cristiana es una invitación a reconocer y confesar nuestra necesidad de Cristo Jesús. Esa aceptación de Jesús como Salvador abre la puerta a que ese amor de Dios nos santifique. ¿Cómo es que la confesión abre la puerta a la transformación?
Jesús, en el evangelio de Mateo, nos explica cómo la confesión, o el reconocimiento de nuestro pecado, abre la puerta a la transformación:
Cuidado con hacer sus obras de justicia sólo para que la gente los vea. Si lo hacen así, su Padre que está en los cielos no les dará ninguna recompensa. 2 Cuando tú des limosna, no toques trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que la gente los alabe. De cierto les digo que con eso ya se han ganado su recompensa. 3 Pero cuando tú des limosna, asegúrate de que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha; 4 así tu limosna será en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público…Cuando ustedes ayunen, no se muestren afligidos, como los hipócritas, porque ellos demudan su rostro para mostrar a la gente que están ayunando; de cierto les digo que ya se han ganado su recompensa. 17 Pero tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, 18 para no mostrar a los demás que estás ayunando, sino a tu Padre que está en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público.
Jesús dedicó gran parte de su ministerio a enseñar a quienes eran los religiosos de la época, lo que verdaderamente el Padre esperaba de ellos. En esta ocasión, Jesús les enseñó que a la hora de orar, dar limosna y ayunar, lo importante no era ser vistos por los demás, sino que en ellos hubiera un deseo genuino y auténtico de orar, servir y ayunar. Para Jesús, los fariseos tenían un serio problema de integridad, y les importaba más lo que la gente pensara de ellos, que tener una transformación real en sus vidas. Jesús habla sobre esto también en Mateo 23:
Los escribas y los fariseos se apoyan en la cátedra de Moisés. 3 Así que ustedes deben obedecer y hacer todo lo que ellos les digan, pero no sigan su ejemplo, porque dicen una cosa y hacen otra. 4 Imponen sobre la gente cargas pesadas y difíciles de llevar, pero ellos no mueven ni un dedo para levantarlas. 5 Al contrario, todo lo que hacen es para que la gente los vea.
Para Jesús, el problema de los fariseos y escribas era la hipocresía. ¿Por qué esto era un problema para Jesús? Porque la hipocresía impedía la transformación. Si sus vidas eran una pantalla, una fachada, una apariencia, no había el espacio o la actitud de reconocer su necesidad ante Dios, y como hemos dicho, reconocer nuestra necesidad ante Dios es lo que abre la puerta para que el amor de Dios nos transforme. Dios nos ama incondicionalmente, pero la transformación requiere nuestra aceptación de ese amor.
¿Cuántos hemos escuchado la siguiente frase: “las apariencias engañan”? En ocasiones decimos esto para afirmar que no debemos juzgar a otras personas por su apariencia o el primer contacto que tenemos con ellas. Sin embargo, hay otra forma de interpretar esta frase: las apariencias engañan porque nos hacen esconder nuestros pecados y errores, impidiendo así la transformación. Las apariencias nos engañan a nosotros mismos porque no le damos la oportunidad a Dios de transformarnos.
¿Cuál es el remedio a las apariencias? La confesión. Agustín de Hipona dijo lo siguiente: “La confesión de las malas obras es el primer comienzo de las obras buenas”. La confesión es la disciplina espiritual que abre el camino a la transformación. No nos equivoquemos. Dios ya sabe nuestra necesidad sin aun nosotros decirla. La confesión es la disciplina en la que le damos la bienvenida a Dios para que trabaje en nuestro pecado.
Ahora bien, la confesión tiene dos dimensiones: la privada y la pública. La confesión privada la hacemos con Dios como nuestro único testigo. Esa dimensión es necesaria. Sin embargo, la dimensión pública también lo es. La confesión pública tiene el poder de no solo recibir la intervención de Dios, sino de nuestra comunidad de fe. La confesión pública nos conecta unos con otros, en la medida en que reconocemos que todos somos pecadores, y que más que juzgarnos unos a otros somos llamados a ser una comunidad viva en donde nos ayudamos unos a otros en medio de la transformación que Dios hace.
Cuando existe la confesión pública, en vez de dedicar nuestras energías en aparentar, invertimos nuestras energías en escucharnos, apoyarnos, estimularnos y a orar unos por otros. En la confesión pública el pecado se señala para que como comunidad nos unamos para pedirle a Dios que lo quite de nuestra vida. En la confesión pública reconocemos que todos somos tentados, y que necesitamos ayudarnos a no caer. Cuando una iglesia confiesa públicamente su pecado, esto no la hace una iglesia débil, sino una fuerte; porque juntos afirmamos como dice 2 Corintios 12:9:
pero él me ha dicho: «Con mi gracia tienes más que suficiente, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por eso, con mucho gusto habré de jactarme en mis debilidades, para que el poder de Cristo repose en mí.
Algunos me preguntan porque es necesaria la confesión pública. Yo les contesto con Santiago 5:16: “Confiesen sus pecados unos a otros, y oren unos por otros, para que sean sanados. La oración del justo es muy poderosa y efectiva.” Hoy, miércoles de ceniza, pondremos unas cenizas sobre nuestra frente, no para hacer un ritual externo en el cual confesamos nuestros pecados para ser vistos por otras personas. Todo lo contrario, este acto de confesión público es solo un símbolo, así como lo es el aceite, para hacer real las palabras del profeta Joel: “Desgárrense el corazón, no los vestidos, y vuélvanse al Señor su Dios, porque él es misericordioso y clemente, lento para la ira y grande en misericordia, y le pesa castigar.” Hoy, al participar de este ritual recordamos que las apariencias engañan, pero la confesión transforma.
La confesión pública es el paso más determinante para que el perdón que libera opere. Es la base sobre la cual se edifica la reconciliación. Es un paso difícil para el cual se necesita valor, honestidad y generosidad. Gracias Pastor por recordarnos su poderoso efecto y necesidad.