Juan 20:19-23
Las crisis son oportunidades para repensar nuestra fe. En ocasiones, no sabemos lo que creemos hasta que una situación nos empuja a revisar lo que creemos y cómo eso que creemos nos ayuda a enfrentar la vida. Ese ha sido el caso para muchos de nosotros en estas pasadas semanas. Ante la posibilidad real de morir, muchos nos hemos preguntado: ¿qué significa la muerte para mí? Muchos, por no decir tod@s, nos estamos enfrentando a la muerte; tenemos la muerte de frente y esto no es una exageración. En Estados Unidos murieron cuatro mil personas en las pasadas 48 horas, superando así a España e Italia en cuanto a la cantidad de personas que muere en un día. Estos datos me han empujado a preguntarme para qué me sirve mi fe en este momento y cómo puedo interpretar la muerte desde los ojos de la fe. En particular, cómo puedo interpretar la muerte a través de la resurrección de Jesús.
Para interpretar la muerte a través de la resurrección es importante conocer el contexto en que los discípulos de Jesús se encontraban luego de la resurrección de Jesús. Juan 20:19 nos dice que:
Ese domingo, al atardecer, los discípulos estaban reunidos con las puertas bien cerradas porque tenían miedo de los líderes judíos.
El día en que Jesús resucita, los discípulos estaban llenos de miedo y escondidos por una sencilla razón: al ser seguidores de Jesús, temían que la muerte les tocara a ellos de la misma forma que a su Maestro. Tenían la muerte de frente en dos sentidos. En primer lugar, podían ser torturados y morir lentamente en una cruz al igual que Jesús y los dos ladrones. Esta es la muerte literal. Pero también, estaban muertos en vida porque con el esconderse y asegurar su vida también llegaba la culpa de fallarle a su Maestro y un sentimiento de fracaso ante su incapacidad de continuar el ministerio de Jesús. Es muy probable que ya hubieran recibido las noticias de parte de María Magdalena de que Jesús había resucitado, pero continuaban en un estado de confusión, incertidumbre y desesperanza. En resumen, tenían la muerte de frente literalmente, y también estaban muertos en vida.
Ante este escenario ocurre algo extraordinario. Juan 20:19-20 nos dice:
De pronto, ¡Jesús estaba de pie en medio de ellos! «La paz sea con ustedes», dijo. 20 Mientras hablaba, les mostró las heridas de sus manos y su costado. ¡Ellos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor!
En medio de tener las puertas cerradas, Jesús se aparece en medio de los discípulos como un acto de gracia, de amor incondicional. Ellos no tenían la capacidad de representar dignamente a su Maestro, pero el Maestro llega hasta ellos de forma milagrosa. Jesús traspasa las puertas como un acto para afirmar que había resucitado, había vencido la muerte y no había nada, ni siquiera una pared, que podía impedir su victoria. Jesús había vencido lo imposible, la muerte; y ya nada tenía poder sobre él.
Allí en medio de ellos, Jesús les dice: La paz sea con ustedes. De todas las cosas que Jesús pudo haber dicho, ¿por qué escogió la paz? Además de que era un saludo dentro de la tradición judía (shalom), este saludo tuvo el propósito de recordarles una verdad que cambiaría sus vidas para siempre: la muerte no tiene la última palabra. Y digo “recordarles una verdad” porque Jesús ya le había en Juan 11:25-26 lo siguiente:
El que cree en mí vivirá aun después de haber muerto. 26 Todo el que vive en mí y cree en mí jamás morirá.
Ante el contexto de tener la muerte de frente, Jesús les invita a tener paz porque él había vencido la muerte; y con su victoria, todo aquél que creyera en él también la vencería. Con este saludo viene la invitación a confiar en la promesa de que para quienes creemos en Jesús, la muerte no tiene la última palabra. Y no tengo duda de que Jesús se refería tanto a la muerte literal como la simbólica (estar muertos en vida).
En cuanto a la muerte literal, había una promesa: esa muerte no es el final. En las pasadas semanas he estado llamando a los miembros de nuestra iglesia. Algunas de estas llamadas me han llenado de mucha fe porque he escuchado de primera mano múltiples personas afirmándome que entienden lo que está ocurriendo y tienen la certeza de que si se contagian con el COVID-19 y mueren, tienen la certeza de que morarán eternamente con Dios. He escuchado de múltiples personas su creencia de que la muerte física no será su final, sino que experimentarán la eternidad con Dios y la sanidad total de su ser.
Reconozco que esta conversación es dura y muchos preferiríamos no tenerla, y mucho menos en un Domingo de Resurrección. Sin embargo, es en estos momentos en que tenemos la muerte de frente que podemos afirmar lo que creemos acerca de la muerte y ampararnos en la promesa de que, con la resurrección de Jesús, la muerte física no tiene la palabra final.
Justo González, historiador y teólogo metodista, escribió lo siguiente hace dos semanas en su cuenta de Facebook:
Nos preparamos para la llegada del Domingo de Resurrección. Quizá en esto, como en tantas otras cosas, podamos aprender algo de la iglesia antigua. Aquella iglesia vivía, como vivimos nosotros hoy, al borde de la muerte. En cualquier momento la persecución podría caer sobre ella, trayendo muerte y dolor, de igual manera que en cualquier momento el COVID-19 puede caer sobre nosotros, trayendo muerte y dolor. En medio de esa situación, aquella iglesia se reunía para celebrar la Resurrección. No esperaban a la salida del sol para celebrar la Resurrección, como nos hemos acostumbrado a hacerlo. Se reunían para celebrar la Resurrección a medianoche, cuando la oscuridad era más temible. Lo que celebraban no era la salida del sol, ni un día prometedor, ni una economía saludable. Lo que celebraban no era que la noche había pasado, ni que la muerte ya no amenazara. Lo que celebraban era que jamás la muerte tendría la palabra final. Sabían que un día morirían. Quizá no sería el nuevo día que amanecería pronto, pero tarde o temprano, todos morirían. Lo que celebraban era que el Señor resucitó. Y que, puesto que él vive, ellos también vivirían con él. Hoy vivimos la terrible oscuridad del COVID-19. Lo que todos sabíamos, que un día moriremos, se nos presenta como recordatorio urgente. Por tanto, como en toda medianoche, es hora de celebrar la Resurrección de Jesucristo. Cuando la muerte nos rodea, es tiempo de celebrar la Vida. De celebrarla, no con gritos ni alborozos, sino con humildad y fe. En breve, hay una palabra poderosa de que nos asimos aun en medio de la crisis de estos días. ¡EL SEÑOR RESUCITÓ!
La muerte que tenemos de frente también es simbólica. Estamos escondidos en nuestras casas por miedo a perder la vida, pero aun dentro de nuestros hogares podemos experimentar caos, desorden e incertidumbre, al igual que los discípulos. Para este contexto de estar muertos en vida, también Jesús nos da su paz y nos recuerda que la muerte no tiene la palabra final. Juan 20:21-23 nos dice que:
21 Una vez más les dijo: «La paz sea con ustedes. Como el Padre me envió a mí, así yo los envío a ustedes». 22 Entonces sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. 23 Si ustedes perdonan los pecados de alguien, esos pecados son perdonados; si ustedes no los perdonan, esos pecados no son perdonados».
Pentecostés es el momento que nos narra Hechos 2 cuando el Espíritu Santo vino sobre los discípulos y los empoderó para cumplir la misión de testificar acerca de Jesús. Esta es la versión juanina (del evangelio de Juan) del Pentecostés. En medio de estar muertos en vida, Jesús les recordó a los discípulos que ese no sería su final; su ministerio continuaría y ellos serían el instrumento de ese ministerio. Por eso sopla aliento de vida, el Espíritu Santo, y los comisiona o envía como sus manos y pies en el mundo.
Les tengo una noticia: en medio del coronavirus también podemos experimentar el Pentecostés. Así como muchos, a puertas cerradas, hemos recibido la comida a la puerta de nuestra casa para alimentarnos y sobrevivir, el Espíritu Santo es un regalo que Dios nos envía a la puerta de nuestros hogares todos los días para sostenernos espiritualmente. Es el soplo que trae nueva vida y nos resucita cuando más desanimados, tristes y desesperados podamos estar. Ese soplo de vida es la presencia de Cristo que calma los miedos que nos paralizan y nos recuerda que hay que continuar. Así como Jesús comisionó a un grupo de discípulos paralizados y desesperanzados, hoy Jesús nos comisiona nuevamente y nos dice RESISTE.
Se dice que en una conversación entre los dos profesores de la Universidad de Yale, Miroslav Volf y Willie Jennings, Volf le pregunta a Jennings:
-¿Qué entiendes por alegría?
Jennings le contesta de forma contundente:
-Un acto de resistencia contra la desesperación y sus fuerzas…Es un estado donde encuentro el camino de la vida. Resistencia contra la desesperación y todas las vías que ésta utiliza para llevarnos a la muerte. Resistencia contra toda desesperación que quiere hacer de la muerte la palabra final.
El Espíritu Santo es el poder de Dios en medio de su pueblo ayudándole a vencer la desesperación que quiere hacer de la muerte (en este caso el desánimo, ansiedad y depresión) la palabra final. Dietrich Bonhoeffer, pastor evangélico que fue asesinado por el gobierno nazi durante la Segunda Guerra Mundial, escribió lo siguiente desde la prisión:
Niega la entrada a la desolación y haz que, en todos los lugares que de sangre se tiñan, fluya el gozo a manos llenas.
El Pentecostés en tiempos de coronavirus es cerrarle la puerta a la desolación y abrírsela a la paz y esperanza que viene de Dios. ¿Cuántos le cierran la entrada a la desolación y le abren su hogar y su vida a Jesús en este Domingo de Resurrección para que nos llene de gozo, esperanza y paz?
Se dice que un prisionero durante la Segunda Guerra Mundial escribió en una de las paredes de su celda lo siguiente:
Creo en el sol aun cuando no brille. Creo en el amor aun cuando no lo sienta. Creo en Dios aun cuando está en silencio.
La paz sea con nosotros, la muerte y el coronavirus no tienen la palabra final.