16 de septiembre de 2018
Mateo 18:21-35
“Que se vaya, que se vaya…que se vaya de mi vida”. Esas palabras pudieran ser muy bien el título de nuestra serie de predicaciones. En esta serie estamos afirmando que hay sentimientos en nuestra vida que hay que dejar ir porque nos hacen daño. La pasada semana hablamos del sufrimiento y lo importante que es entender que en la vida todo es transitorio. Mientras más nos apegamos a las cosas o personas, más sufrimos. Solo Dios puede llenar nuestra vida de tal forma que no necesitamos apegarnos a nada más.
Hoy hablaremos del enojo. ¿Habrá alguien que no ha sentido enojo en algún momento de su vida? Jesús mismo sintió enojo, por lo que el mismo no es malo en sí mismo, sino lo que hacemos con él. El enojo llega a nuestra vida cuando algo no sale de la manera que esperábamos. El mismo llega cuando pensamos que algo es injusto o innecesario, cuando nosotros o alguien es maltratado, o cuando nos sentimos frustrados, entre otras situaciones.
El enojo puede explicarse de forma fisiológica. Cuando pensamos que algo es injusto o innecesario, el cuerpo libera unas hormonas llamadas catecolaminas. Estas hormonas tienen dos componentes, entre otros: adrenalina y dopamina. La adrenalina se libera para que el cuerpo pueda responder ante esa situación amenazante y peligrosa. Es energía pura que se libera para que podamos actuar con rapidez. El ritmo cardiaco aumenta para bombear más sangre al cuerpo para que los músculos tengan más oxígeno y así tener más fuerza. Por eso es que cuando tenemos enojo sentimos que vamos a explotar por dentro; eso es exceso de energía.
Por otro lado, el cuerpo también libera dopamina; una sustancia que permite que no sintamos dolor mientras tenemos enojo. Por eso a veces nos damos golpes o hacemos una fuerza titánica bajo coraje y no sentimos dolor.
Una característica importante de la adrenalina es que nos ayuda a actuar al instante y enfocarnos en esa cosa que es necesaria hacer, pero disminuye nuestra capacidad para mirar el panorama completo. Bajo el enojo perdemos la capacidad para pensar más allá del momento y las consecuencias de nuestras acciones. Por eso es que Robert Green Ingersoll dice que el enojo “es una ráfaga de viento que apaga la lámpara de la inteligencia.” Por eso es que hay que dominar la lengua cuando tenemos coraje porque “es capaz de contaminar todo el cuerpo; si el infierno la prende, puede inflamar nuestra existencia entera”, Santiago 3:6.
Debido a que el enojo es energía, lo importante es canalizar la misma de manera que no actuemos irracionalmente y causemos consecuencias negativas para nosotros o quienes nos rodean. Una de las mejores formas de manejar el enojo es una bien sencilla: enfriamiento. Ante el enojo hay que respirar y dejar que los niveles de adrenalina y dopamina se regulen. De esta forma podemos canalizar la energía de forma adecuada.
Una de las formas en que malamente canalizamos el enojo y su energía es echando culpas. Le echamos culpa a Dios, a los demás, a uno mismo o a la naturaleza. Ante el enojo podemos llegar a asumir un rol de víctima, y en vez de sacar esa energía hacia afuera para buscar soluciones, la acumulamos de forma negativa. Nos enfocamos en lo mal que actuó Dios, esa persona o nosotros mismos, y comenzamos a hacer un listado de todos los errores que nosotros u otros cometieron. Caemos en la trampa de creer que al recordar los errores, los mismos no se van a volver a repetir. Sin embargo, los errores no se vuelven a repetir porque los recordemos y hagamos un listado de ellos, sino porque aprendamos de ellos. Y cuando uno aprende de un error, el mismo se suelta y dejar ir porque ya no tiene utilidad.
De hecho el acumular los errores, y recordar cada detalle de los mismos puede ser un mecanismo que estemos usando para castigarnos o castigar a otra persona. Por múltiples razones, en ocasiones religiosas, los seres humanos aprendemos que ante los errores debemos castigar, lo cual es en sí mismo un error porque nos enferma a nosotros y quienes nos rodean.
Se hizo un estudio[1] en una universidad en donde se les pidió a las personas que recordaran las ocasiones en que habían sido maltratados, mentidos o insultados por sus amigos, parejas o familias. Luego le pidieron que perdonaran a esas personas. Los resultados mostraron que cuando recordaban esos eventos, volvían a sentirse enojados, tristes y menos en control. También mostraron que cuando perdonaban presentaban emociones más saludables como la empatía.
Cada vez que acumulamos esa energía negativa y recordamos los errores de otras personas, el enojo no se está canalizando positivamente, sino negativamente; provocando que perdamos calidad de vida. El resentimiento y la culpa nos hacen daño, y la regla general de una persona que tiene una buena autoestima, que se ama a sí misma, es que se aleja de todo aquello que le hace daño.
Esto quiere decir que la forma en que manejamos positivamente el enojo es a través del perdón. El perdón no es olvidar lo sucedido, ni una obligación a volver a tener una relación con la persona que nos hizo daño. Perdonar es un regalo que otorgamos a los demás, aunque creamos que no lo merezca, porque no queremos que el enojo, el dolor y los errores no nos definan como personas. Perdonamos para ser libres, crecer y movernos hacia adelante en la vida. Cuando no se perdona y se acumula es como una carga pesada que nos paraliza y detiene.
Otra razón por la que debemos perdonar es porque todos los seres humanos compartimos una humanidad, la capacidad de errar. Hoy es esa persona la que nos hizo daño pero mañana podemos ser nosotros los que erremos y necesitemos recibir el perdón. Perdonamos porque nadie es perfecto y debemos ser compasivos y generosos unos con otros.
Por otro lado, perdonamos porque nos libera de estar en la posición de víctima. Cuando somos víctimas lo que corre por nuestras venas es culpa, resentimiento, odio, pobre autoestima y excusas para no hacer lo que nos toca, entre otras cosas. Ser víctimas es abrir la puerta para que las emociones negativas nos dominen, bloqueando así la oportunidad de experimentar las emociones positivas como la alegría, la paz, el amor, la solidaridad y la empatía. Cuando perdonamos nos liberamos de este rol para crear un nuevo futuro de la mano de Dios.
El perdón también incluye el auto perdón; perdonarnos a nosotros mismos. Un estudio sugiere[2] que no perdonarnos a nosotros mismos puede tener resultados peores que el no perdonar a otra persona. Se dice que cuando no perdonamos a otra persona esos sentimientos negativos están ahí, pero no siempre están tan activos, mientras no tengamos contacto con esa persona. Pero cuando no nos perdonamos a nosotros mismos, no hay forma de escapar de nosotros mismos y de todo lo negativo que sentimos hacia nosotros mismos. El deterioro emocional es constante.
Muchos afirman que perdonarnos a nosotros mismos es el primer paso para perdonar a otros. Cuando tenemos contacto con nuestra humanidad, y hacemos las paces con nosotros mismos al ser generosos y compasivos por medio del perdón, podemos reconocer esa misma humanidad en los demás. Cuando nos aceptamos como somos, imperfectos, podemos aceptar a los demás.
Jesús mismo nos enseñó la razón por la que debemos canalizar nuestro enojo por medio de dejar ir los errores y perdonar. Mateo 18:21-35 dice que:
Entonces se le acercó Pedro y le dijo: «Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿cuántas veces debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» 22 Jesús le dijo: «No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»23 Por eso, el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. 24 Cuando comenzó a hacer cuentas, le llevaron a uno que le debía plata por millones. 25 Como éste no podía pagar, su señor ordenó que lo vendieran, junto con su mujer y sus hijos, y con todo lo que tenía, para que la deuda quedara pagada. 26 Pero aquel siervo se postró ante él, y le suplicó: «Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo.» 27 El rey de aquel siervo se compadeció de él, lo dejó libre y le perdonó la deuda. 28 Cuando aquel siervo salió, se encontró con uno de sus consiervos, que le debía cien días de salario, y agarrándolo por el cuello le dijo: «Págame lo que me debes.» 29 Su consiervo se puso de rodillas y le rogó: «Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo.»30 Pero aquél no quiso, sino que lo mandó a la cárcel hasta que pagara la deuda.31 Cuando sus consiervos vieron lo que pasaba, se pusieron muy tristes y fueron a contarle al rey todo lo que había pasado. 32 Entonces el rey le ordenó presentarse ante él, y le dijo: «Siervo malvado, yo te perdoné toda aquella gran deuda, porque me rogaste. 33 ¿No debías tú tener misericordia de tu consiervo, como yo la tuve de ti?» 34 Y muy enojado, el rey lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que le debía. 35 Así también mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan de todo corazón a sus hermanos.
Perdonamos porque teníamos una deuda muy grande con Dios, pero la misma fue pagada por medio de Jesucristo. Perdonamos porque ya Dios nos perdonó. Si hemos recibido misericordia, ¿por qué no otorgarla también? ¿Eso incluye perdonarlo todo? Mi respuesta sería otra pregunta, ¿quieres cargar con eso toda la vida? En el 1988 Carmen Ilia Ávila, hija de Yiye Ávila fue asesinada a puñaladas por su esposo. Allí en la cárcel, Yiye perdonó al asesino de su hija.
¿Por cuánto tiempo más vamos a acumular tanto enojo, culpa y resentimiento? ¿Cuál ha sido la ganancia de no soltar y dejarlo ir? ¿Por cuánto tiempo más nos vamos a autodestruir? ¿Por cuánto tiempo vamos a ocupar el rol de víctimas? Existe un camino mejor, dejarlo ir.